Mis primeros recuerdos surgen caminando detrás de la amplia falda de una mujer con caderas anchas y piernas fuertes, que buscaba hierbas entre el rocío de la mañana.
Mi abuela estaba buscando capullos de Santa Lucía.
El médico local era un médico naturista que conocía sobre la combinación de hierbas y le había impartido la orden de buscar los capullos entreabiertos de aquella flor azul que capturaban un líquido milagroso, el rocío de la mañana.
Este médico local también hacía oraciones sobre la cabeza del enfermo para que así, con buena energía, más la intervención divina de los santos, y del Dios sacrosanto, retornara la fuerza y vitalidad del convaleciente.
Mi abuela caminaba segura dentro de aquella vegetación, sabía en qué parte del bosque se abría un claro y se erguían estas plantas mágicas.
Ni bien encontraba una, hacía la señal de la cruz en mi frente y arrancaba el capullo con mucha delicadeza y cuidado, para escurrir aquel líquido en mis ojos.
Luego cortaba otros capullos, con el mismo cuidado para no desaguarlos, y los trasportaba en sus sabias manos para la casa.
En mi niñez yo era un paquete de esqueletos con cabello muy rubio que corría y exploraba todos los rincones del pueblo, atrapaba cigarras y espantaba tarántulas en sus hoyos, junto a mi compañero de travesuras y andanzas, mi primo, que con mi misma edad ahora había caído enfermo con un mal de ojos.
Aquel primo lloraba día y noche de dolor, extendiendo su angustia a toda la familia.
Pero vivíamos en un poblado sin doctor, donde la mayoría de las personas recurrían a la sabiduría del médico naturista, basado en hierbas, raíces, frutos del bosque y la fe.
Mi abuela iniciaba la caminata cuando el sol comenzaba a clarear en el horizonte, para ganarle carrera al astro rey y le impidiera beberse el rocío. Yo la acompañaba para aprender sobre esta y otras plantas prodigiosas como la perdudilla, batatilla, o las virtudes de las flores de manzanilla y su característico aroma.
Cuando nací pusieron en duda a mi padre, porque él era moreno y yo salí muy blanca.
Mi madre, de 15 años, escondió su gestación y fue a hospedarse con su hermana mayor en una ciudad cercana a la capital con la excusa de trabajo.
Un día se desvaneció del hambre en la parada del bus, y descubrieron que estaba encinta, pero permaneció en el hogar de su benefactora. Ya casi al cúlmino de la gestación, les informaron a mis abuelos del embarazo.
Cuando entró en labores de parto, la llevaron de urgencia en un taxi hasta el hospital más cercano. Mi madre fue sin la provisión de pañales, ni ropa para su recién nacida, solo tenía un sombrero de crochet.
–¡Mija, vas a tener que trabajar desde temprano! – dijo la enfermera en voz alta y a mi madre le retumbaron esas palabras en el alma. Sin embargo, ella no había recibido educación sobre planificación familiar, ni entendía de embarazos adolescentes. Pero no nací en el semáforo, mi certificado de nacimiento testifica que nací en un hospital de Fernando de la Mora.
Un tío generoso pagó la cuenta del hospital y mi madre me quitó del lugar envuelta en una toalla. Luego, junto con la abuela, me llevaron al campo.
Tardé algunos días en abrir los ojos, y cuando lo hice eran de un color cielo, lo cual empeoró los rumores y afectó mucho más la reputación de mi madre.
Mantenía los ojos fijos y desorientados. Mi abuelo me miraba preocupado desde mi improvisada cuna, hacía señas con sus dedos sobre mis ojos, pero yo fallaba en parpadear.
–“Tu hija no ve, Elisa” –le afirmó a mi madre en guaraní, y a ella le empezaron a brotar las lágrimas. Ya tenía suficientes problemas con el abandono de mi padre, y las carencias económicas para ayudarme a sobrevivir.
–“¡Para qué le decís eso, no ves que salió por la abuela Merarda!” –objetó mi abuela, recordando a su madre, una mujer albina de carácter muy fuerte, que tenía ojos lila y solo veía de noche.
Pero fue con mi abuelo que aprendí a dar los primeros pasos desarticulados y a caminar, lo cual demoró porque solo andaba en sus brazos, o en los brazos de las vecinas cariñosas que venían a ver a esta criatura tan pálida para la acostumbrada piel morena sudamericana.
Una de mis primeras memorias persistentes, es cuando en una clara mañana las frías manos de una vecina me convidaron a ir con ella, pero yo me negaba, luego la invitación se convirtió en estirones. Mientras, escuchaba el grito moribundo de mi madre desde su cama.
Aquella vecina terminó cubriéndome con sus brazos gruesos y me elevó en el aire, mientras yo intentaba fallidamente volver a mi madre.
Lo que no podía entender a mi corta edad, es que mi padre había vuelto nueve meses antes a engatusarla, ella lo quería tanto, ¡y cayó de nuevo!
Aunque esta vez fue innecesario ir a la capital, su segunda caída fue obvia para todo el pueblo. Se quedó en el lugar y ahora mi hermana estaba camino al mundo.
La partera local era baqueana, tenía muchos nacidos bajo sus brazos.
Contar con una fe ciega de que todo saldría bien era una necesidad, en un poblado sin hospital y sin medicamentos, donde los alimentos y los profesionales médicos calificados escaseaban, bajo una dictadura que gobernaba el país con mano dura y no aceptaba oposiciones, y guay del que se atreviera a desafiarla, las desapariciones y torturas estaban a la orden.
Mi hermana nació, pero con las piernas arqueadas, y la abuela de nuevo acudió a la sabiduría de antaño. Con aceite extraído del coco le friccionó las piernas por año entero hasta enderezarse.
En aquel tiempo no había algo peor que las epidemias de vómitos o el dolor de muelas, pero sobrevivimos a fuerza de hierbas, brebajes y oraciones.